Monday, September 25, 2006

CUENTO

LA HORA FINAL



Cuando pusiste tercera, el auto como que se sintió más libre y el motor comenzó a ronronear emocionado. La carretera por donde ahora corría tu viejo Toyota era muy recta y, al parecer, extensa: una inconmensurable hilera de luces se extendía como una serpiente sobre el horizonte e iba delineando el sendero que seguías. Luego pusiste cuarta y entonces el Toyota se sintió verdaderamente libre. Lo sentiste correr contento a setenta kilómetros sobre el oscuro asfalto – tal vez un poco más, no tenías velocímetro – dueño de su entusiasmo.
Todo estaba bien. ¿Estaba bien? Es decir el amanecer estaba llegando tranquilo, la iluminación amarillenta de los faroles se iba debilitando mientras llegaban las primeras luces de la mañana. El cielo todavía era bastante azul. El Toyota se despabilaba tranquilo por la carretera. Pronto llegarías a tu cuarto. ¿Todo estaba bien? Piensa: guardar el carro, abrir la pequeña puerta de tu habitación, encender la luz, buscar el radio para oír algo de jazz – te quedan tan pocos casetes - tal vez buscar un último trago y un último cigarrillo, y luego intentar dormir, tratar de olvidar: tratar de olvidarla a ella. ¿Cuántas veces la misma rutina? ¿Cuántos amaneceres como estos?: brumosos, duros, adormecidos.
Entonces ves que dos automóviles han aparecido delante de ti: oscilantes, cruzándose entre ellos, yendo de un carril a otro: es seguro que los conductores están totalmente ebrios y que su felicidad ha sido tan buena que no quieren separarse de ella. Disminuyes la velocidad y tienes que bajar la marcha hasta segunda. Tú no estás ebrio. Nunca has podido estar lo suficientemente ebrio como para sentir que ya no sientes esa ansiedad casi tan punzante como el dolor que te acompaña a diario: Nicolle, su aroma aún subsiste dentro de tu automóvil.
Los dos automóviles han girado a toda velocidad hacia una vía que había aparecido por la derecha y uno de ellos incluso alcanzó a rozar la cerca de protección: algunas chispas aparecieron por la fricción de los metales, pero igual continuaron con su rutina de persecuciones hasta perderse en la distancia. Entonces la carretera volvió a quedar libre y luego de cambiar a tercera marcha, buscaste un cigarrillo en la guantera y claro, tú sabías que allí seguía el pequeño espejo de Nicolle, por lo tanto, sabías que ibas a recordarla intensamente. Cogiste el espejo y trataste de verla una vez más: sus ojos almendrados e intensos, su cabellera ensortijada, el mechón caprichoso sobre su rostro y las líneas de sus labios. Pero sólo encontraste en el reflejo bruñido tu rostro ajado por el cansancio y tus ojos desde hacía tanto tiempo inyectados y tristes. Piensa: ¿Es la ausencia de Nicolle lo que te hunde en estos amaneceres adormecidos? O ¿Hay algo más?
Ahora una sucesión de cerros parece correr a lo largo de la carretera y detrás de ellos el cielo se va volviendo celeste y gris. Guardas el espejo en el mismo sitio, casi listo como para volver a encontrarlo mañana, otra vez, por casualidad.

Con Nicolle las cosas comenzaron a mejorar, pero no cambiaron: siempre hubo algo muy escondido que no lograbas descifrar; algo que tal vez ahora – cuando están por cerrarse todos los espacios sueltos de este cuadro y precisamente cuando cambias otra vez a cuarta velocidad, empiezas a intuir. ¿Será entonces hoy? A Nicolle le encantaba el vino. La primera vez que bebieron te dijo – con una inflexión de voz adorable – que aquel vino tenía buen cuerpo, pero que hubiera sido mejor si fuera levemente más seco y, es más, lo óptimo hubiera sido que respirara unos diez minutos antes de beberlo. Eso te dio ternura porque a ti te importaba muy poco la calidad del vino, lo único que querías en aquel tiempo – como ahora – era aturdirte ¿Te das cuenta? Esas cosas adorables tenía Nicolle ¿Por qué entonces? ¿Podrás descubrirlo ahora?
Sin embargo, Nicolle – que te intuía en casi todo – tampoco podía entender que tú ya eras un material insalvable y que ella, con tanto cariño, apenas si lograba asirte para alargar tu agonía. Ella no supo que aun entre sus besos, tú seguías sintiéndote solo. Nicolle creía que con su ternura bastaba y tú intentaste convencerte de que así era. ¿Entonces? Piensa ¿Qué hubo entre los dos?. Un libro compartido en una habitación, una discusión furibunda sobre política y economía liberal – la pequeña universitaria rabiosa ­–, luego un beso, un café descafeinado, un cigarrillo, otro café, un paseo bajo la fronda de los árboles del Olivar, una llave que gira, otro beso en la oscuridad, y un ronroneo en tus oídos, el sudor de dos cuerpos, una pincelada, y otra vez Lecciones de filosofía de George Pulitzer, Un mundo para Julius de Alfredo Bryce Echenique y la clausura de un estado oligárquico, teoría que Nicolle defendía tanto porque decía que era necesario tener una razón de vida, un ideal y, sabes Nicolle, me importaba muchas veces un carajo que el mundo mejore porque yo había vivido mucho más que tú. Yo sólo quería otro beso tuyo y tal vez otro mordisco en el pabellón de mis orejas y, aprende de lo que te digo, salvo un tierno beso todo lo demás es ilusión, salvo un buen matizado de colores, nada es bello. Nicolle, háblame del sabor de un buen vino y dejemos que el mundo se las arregle como pueda porque cuando dejes de besarme con amor o yo me quede rezagado porque quizás ya no pueda seguirte la rutina – aprende también esto –, el mundo seguirá cayendo eternamente por la misma pendiente. Y claro, entonces tú me decías: estúpido y entonces yo: terruca y entonces no nos hablábamos la siguiente hora y luego, una sonrisa y otro beso, otro cuadro, otra galería y tal vez otro café descafeinado y tu voz cerca de mis oídos: pinta, mi amor.

El Toyota prosigue tranquilo, aun cuando la dirección del auto seguía tirando hacia la izquierda. Te ha sido fiel este automóvil, a pesar de ser el más viejo que hayas tenido. Piensa: ¿Desde cuando esta decadencia? ¿Cuándo comenzó este desinterés por las cosas, esta apatía por vivir? Una tarde tu hija te dio un beso en la mejilla, te dijo que aun te quería y partió con su madre de un portazo. Ya estabas tocando fondo y no te dabas cuenta. No había dinero, no intentabas ningún movimiento, eras como una boya llevada por alguna ola verdiazul y espumosa. Sin embargo, esa noche intentaste pintar una vez más: buscaste los óleos en la gaveta empolvada, limpiaste los pinceles, habilitaste un lienzo que habías preparado hacía tiempo y aspiraste profundamente para reconocer el olor de la trementina y el aroma de los colores. Creíste que por fin iban a explotar las imágenes y que todo iba a volver, como antes, en un fogonazo imprevisto. Entonces quizás la alegría podría estar en la sucesión de tus cuadros suspendidos en las paredes de una Galería y en los ojos de la gente que quisiera llenarse con tus colores; pero nada sucedió; te acabaste la última botella de licor y nada pasó; te aturdiste hasta el dolor con las canciones más sórdidas de Jim Morrison y nada apareció. Muy en el fondo, tampoco querías que algo pasara. Cuando llegó el amanecer, permaneciste tirado sobre el suelo mirando cómo – a través de la ventana – el cielo se iba destiñendo monótonamente: había un celeste aguado y algo como un anaranjado oxidado estaba extendido con pinceladas torpes; todo eso, antes de que el color dorado antiguo del sol apareciera inmensamente viejo en el horizonte. Unas horas después tuviste que beber un café severamente cargado en una taza cualquiera que encontraste. Después, inevitablemente, tuviste que partir a dictar las clases de cada tarde. Piensa: las mismas caras, las mismas palabras, las mismas preguntas y la rutinaria explicación de los colores primarios y de que una imagen era mejor que mil palabras ¿Qué imagen hubiera podido ser útil en esos días para ti?

La carretera se ha vuelto más estrecha y con una sucesión de curvas a veces bastante cerradas. A ratos, el Toyota asciende levemente agitado y por eso has decido que en los siguientes ascensos vas a bajar la marcha a tercera. Cuando Nicolle apareció en tu vida, te alcanzó – entre sus aspavientos de niña bella, inteligente y consentida – la última cuerda posible para tu salvación y la cogiste, pero de mala gana. ¿Por qué? ¿Por qué ese deseo de perderlo todo, de seguir cayendo? Nicolle te alcanzó a suplicar que la enamoraras, que la envolvieras entre tus imágenes, que hicieras de ella un cuadro vivo a tu antojo: desnuda, indómita, brillante, inquieta, claroscura, plástica, sensual. Aceptó la estrategia incierta de tus devaneos, se dejó pintar mientras te amaba jurándote que no te amaba, pidiéndote que le enseñaras a amarte. Sin embargo tú, desde hacía tanto tiempo estabas tan acostumbrado a seguir cayendo que no intentaste quererla en verdad, o no la quisiste lo suficiente o no entendiste que la querías lo suficiente como para intentarlo. Será por eso que la obligaste a abandonarte. Tú te dijiste que era porque ella estaba en el comienzo de la aventura y tú eras el ocaso lleno de colores envejecidos. Aquella última noche la abrazaste con ternura y la miraste con una pena evidente como si siempre la hubieras estado perdiendo. ¿No hubiera sido mejor intentarlo?

Pero sabes, las cosas suceden y punto. Y ahora que ya todo es, más bien, material para un cuadro intimista en cuya superposición de planos y colores tal vez podrías haber explicado toda tu vida, pero de tal manera que a los demás se les hiciera difícil descubrirlo; todo esto – si es que lo hubieras pintado –. Sabes, ahora como que ya es tarde. Tú sabes que toda vida tiene la obligación de continuar hasta que, por ejemplo, un amanecer se te ocurra que en verdad te habías equivocado y que hubiera sido mejor buscar los ojos inocentes de tu hija para decirle que tú también la querías y luego acelerar, a toda máquina, porque tal vez Nicolle aún no estaba tantos meses alejada de ti y entonces, quizás, podías alcanzarla antes de que sea totalmente de mañana y pedirle que se quedara quieta para hacer de ese instante un nuevo cuadro, pero esta vez con su mechón caprichoso mucho más alegre, mucho más vivo.
Ahora que la carretera está en descenso y que el Toyota corre desesperado buscando los ojos almendrados de Nicolle para decirle que, en verdad, el torpe que lo manejaba, la amaba y que él mismo extrañaba su aroma de niña artista. Ahora debes entender que no siempre las cosas son como quisiéramos que fueran y que a veces no basta con darse cuenta sino que hay que estar a tiempo porque, puede ser que haya una curva demasiado cerrada, un horizonte totalmente despejado, un cielo ya despierto, un velocímetro que no indica la verdadera velocidad, un auto que se sale de la carretera y un final incierto en donde lo único que puedes hacer – antes de aceptar dormirte para siempre – es decirte para ti mismo que te hubieras muerto muy feliz si al menos hubieras alcanzado a dar una última pincelada a ese cuadro final mientras le decías a Nicolle que la amabas intensamente.